viernes, abril 18, 2008

A 260 metros de altura

El primer día, luego de la tremenda perdida que ya les conté, llegué al evento cansada pero contenta. Entre en un universo de celeste y blanco, ojos jalados y sonrisas de blanco reluciente. Decenas de jóvenes orientales me recibieron en inglés – nunca antes me emocioné tanto de que alguien me hablara en inglés – me inscribieron, me dieron el respectivo material de trabajo y me indicaron que subiera a las charlas.

Como era de imaginar, el edificio no funcionaba bajo la lógica latina. Uno subía por un ascensor a un piso, pero tenía que caminar en un pasadizo que se me hacía completamente curvo y sortear diversos salones de pequeñas puertas para llegar al piso deseado. Y si quería ir al salón de prensa pues tenía que tomar el ascensor al piso 7 y luego recorrer el pasadizo hasta llegar a un letrero en que había que subir por otro ascensor al piso 9, dar media vuelta más y finalmente llegar al área de prensa. No había un ascensor directo al piso 9. Ni uno directo al piso 5. Pero eso solo lo descubre uno luego de bajar y subir varias veces dando vueltas (como si ya no hubiera dado uno varias vueltas encontrando el edificio y no hubiera viajado 24 horas en avión).

Dos días después descubrí, al otro lado del puente, la razón de tanta vuelta. El edificio era en realidad dos grandes óvalos (al estilo del planeta tierra) unidas por un rectángulo de unos once pisos. Por eso algunas conferencias eran en una sala grande rectangular de techo super alto y algunas otras eran – como la divina sala de prensa – en un óvalo escalonado.

Aquel primer día del IDF de Intel me enredé en un mundo de orientales y europeos y me olvidé de mi querido castellano. Estaba tan contenta de tener con quienes hablar sin señas que no me cohibía en entablar conversación con cuanto representante encontraba en la feria. Al fin estaba con seres humanos a quienes entendía. Al fin sentía que no era una analfabeta. Así transcurrió la tarde hasta que nos dijeron que nos íbamos a la cena de bienvenida.

Salí siguiendo a las varias chinitas con letreros que nos indicaban el camino, cruce la pista por la que había trajinado más temprano ya con las rodillas que se me doblaban. Me paré ante la inmensa Oriental Pearl Tower y seguí a los periodistas europeos – tan blancos como limpiaditos con Ñapancha – hasta el ascensor. Allí la elegante y refinada chinita nos explicó – en inglés por supuesto – que nos dirigíamos al restaurante ubicado a 260 metros sobre el piso.

Allí llegué una vez más a otra circunferencia y descubrí que había una mesa para cada país o región. Y encontré al fin a mis colegas latinos. Fue recién cuando pude sonreír con felicidad total. Y recordé mi querido castellano. Y conté mil veces mi historia de la mañana …. Y nos reímos de lo extraño que era estar rodeada de gente tan diferente hasta que nos dimos cuenta que no estabamos quietos. El circulo sobre el que estabamos sentados se movia. Despacio, sí, pero rotaba. Uno podía ver en un momento un lado del río y media hora más tarde ver solo la ciudad. Una ciudad inmensa, llena de rascacielos y belleza artificial (o creada por el hombre a lo largo de los últimos años).

1 comentario:

Carlos Martinez dijo...

Si, yo creo que una de las palabras mas de moda hoy es la de diseño.
Personalmente me pone alerta cuando algo se califica de diseño porque casi siempre es inútil y de un autor que nada tiene que ver con alguien que lo use.
Quiero decir que las cosas las deberían diseñar los usuarios no "creadores" ajenos a su función, que normalmente no hacen sino encarecer esa tontería.
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