domingo, julio 16, 2017

Líneas punteadas

Muchos creo que no lo saben, pero existen unas líneas blancas que están en las esquinas con el único propósito de dar un espacio al peatón para cruzar. No son para que los carros se estacionen, sin embargo, la cantidad de gente que las usa para bloquear el paso es impresionante. Solo les importa ganar segundos con centímetros y les vale un comino si alguien no tiene espacio para pasar o si estan bloqueando la rampa para los discapacitados. Y no es extraño incluso que terminen atropellando a algún ciclista por adelantarse al cambio de luz.

Si solo se tratara de gente despistada, que se le chispoteo ver el semáforo, bueno, ya que, sería una minoría tolerable. Lo triste es que me parece más un hábito adquirido y generalizado, un "no me importan las reglas, solo mis deseos" imperante en grandes mayorías. Veo con espánto mucho egoísmo y viveza criolla del que está dispuesto a vivir bajo sus propias reglas sin pensar en las necesidades del prójimo. Es más, soltará sin reparos una propina a la autoridad para resolver el percanse si es que osan con intentar sancionarlo por transgredir la ley. Y no solo son las líneas punteadas, suele darse en todos los aspectos cotidianos de la convivencia ciudadana. Por si fuera poco, lo coronan con orgullo en Facebook con miles de letreros en donde se celebra el haz lo que quieras y vive según tus propias reglas sin importarte lo que le pasa al resto.  

No todo está perdido. Felizmente. De vez en cuando los limeños salimos del egoísmo al que nos hemos acostumbrado y demostramos que podemos ir más allá del yo a ultransa. Lo malo es que es casi como las festividades navideñas, que brillan y desaparecen al pasar apenas un par de días. Lo digo porque, pasada la crisis que el terrible niño costero nos trajo, la enorme solidaridad surgida se diluyó en la rutina. Por un par de semanas la gente abrió su corazón y
corrió presurosa a compartir con el prójimo damnificado desde un tarro de leche hasta pañales, pero luego volvieron al yo me mí, conmigo. Eso quiere decir que podemos, si queremos, ser "gente". Basta con empezar, de uno en uno, a cambiar el chip.

Tú sí... tú no


Justicia es en realidad una palabra muy grande que se define con muy pocas palabras: dar a cada cual lo que le corresponde. Si todos somos distintos… ¿deberíamos recibir lo mismo? No lo creo.
Ese fue siempre uno de los principales talones de Aquiles del comunismo: creer que se puede tomar toda la producción de, por ejemplo arroz, y repartirla en partes iguales a todos los habitantes de un pueblo, sin libertad para, en honor al mérito por tu trabajo, recibir un poco más de arroz o poder ir a la tienda y pagar por uno integral pues tienes una dieta especial para bajar de peso. La libertad de elección es una de las principales perjudicadas cuando se quiere entender la justicia como dar a todos lo mismo sin atender a las diferencias o a los esfuerzos que cada uno pone en conseguirlo. Todos somos individuos distintos y ahí radica justo lo divertido del libre comercio, en que podemos jugar y competir con alternativas diferentes. Para gustos colores, reza el dicho.
La ecuación, sin embargo, se complica cuando aparecemos los discapacitados en la escena. Entonces entran en juego dos palabras - discriminación y preferencias – que suelen incomodar a propios y extraños. La discriminación, a diferencia de la justicia, es un sustantivo que nos habla de dar un trato diferente, pero no para lograr la equidad, sino perjudicando a una persona por su raza, sexo, ideas, salud, etc. La preferencia, en cambio, se trata de dar una ventaja o mayores derechos a alguien sobre algo justamente porque se parte de una situación desventajosa.
En la vida cotidiana de un hogar la atención preferencial se entiende fácil si se cuenta con un hijo discapacitado, pues el cariño al niño “diferente” o “menos favorecido” hace que para todos en casa sea evidente que necesita más ayuda y se la brindan sin reparos, pero en la calle la realidad es otra. La ley obliga a los municipios y a los negocios a dar atención preferencial a los que tienen menos capacidad de espera, pero los usuarios sin limitaciones de salud se quejan porque esperan el mismo trato y no soportan tener que esperar y ceder el paso en la cola. Quieren que se trate igual a quienes no lo son e incluso, los he oído, dicen que es “injusto” que se brinde trato preferencial a quien viene en situación desventajosa.
La discriminación, para un discapacitado, es el pan de todos los días desde que amanece hasta que anochece. ¿Por qué Indecopi multa a un cine por no tener un ascensor? Simple: si tú no pones vías de acceso para alguien que no puede subir escaleras estás limitando el acceso a dicho negocio a las personas que son diferentes. Como negocio le estás diciendo: si puedes caminar, puedes entrar a divertirte, pero si no puedes caminar, no eres bienvenido aquí. Te niego el acceso porque tu cuerpo es diferente. Y como negocio no puedes decir que es “injusto” que te multen por no tener ascensores porque lo injusto es la discriminación, el no tratar de paliar las diferencias. Nadie está tratando de ir contra el libre mercado aquí, al contrario, la autoridad te está diciendo has que tu negocio sea de libre acceso para todos los interesados en acceder a él puedan conocer tu oferta.
En el caso del acceso a los servicios públicos la obligación del Estado es proporcionar a todos los ciudadanos el mismo acceso a ellos, incluyendo señales en lenguaje mudo para los sordos y guías o personal que oriente a los invidentes. La ley incluso ha emitido una disposición que ordena el acceso gratuito a los medios de transporte masivo, la cual no es puesta en práctica aún porque falta un reglamento. ¿Quién asume dicho costo de los viajes gratis? ¿El Estado? ¿El negocio? La discusión sobre la responsabilidad social en torno al tema es compleja, pero lo importante es no perder de vista en medio de ese debate lo que se busca: dar a cada cual lo que le corresponda.
En algunas corporaciones se percibe malestar por las obligaciones que el Estado ha impuesto a favor de los discapacitados. Por un lado está la cuota de contratación – al menos el 5% de los trabajadores en el sector público, haciendo un equivalente al porcentaje de la población que es discapacitada, es decir 5% - y por otro los descuentos o tarifas especiales por tratarse de poblaciones que tienen en promedio ingresos 40% menores que el resto de la población, salvo una minoría que ha tenido la oportunidad de destacarse y salir adelante. El problema es complejo, insisto, porque toca el bolsillo de las arcas públicas o privadas. Si el usuario no paga alguien más tiene que hacerlo. La cuestión es definir a quién, por justicia, le corresponde asumir el citado costo.
Si alguien no puede producir cinco colchas por minuto en la fábrica sino solo dos, pues tiene solo un brazo, ¿debe ser reemplazado por alguien con ambos brazos? ¿Qué pasa entonces con este individuo con un brazo si pierde su trabajo por ser menos productivo? ¿No se convertiría en una mayor carga social tenerlo sin producir al menos dos colchas? ¿Conviene tenerlo ocioso y hacerlo vivir de la caridad si puede producir dos colchas? He conocido un economista destacado que solo tenía un brazo y era totalmente autosuficiente en términos económicos y sabía bien que no era injusto que se le diera oportunidad de trabajar. Injusto hubiera sido ignorar sus méritos intelectuales solo por tener una limitación física…
No tengo la respuesta para todas las preguntas que planteo. Pero creo tener claros varios conceptos. En primer lugar nadie es menos por ser discapacitado, simplemente su cuerpo es diferente: o no escucha, o no ve, o no puede caminar, o no tiene manos fuertes o su razonamiento matemático es el de un niño de cinco años aun cuando ya es adulto. Y ser diferente implica, sí, un trato diferente, preferencial, pero no discriminatorio, pues no estamos en la era antes de Cristo ante alguien que tiene lepra, solo habilidades distintas. Tampoco se trata de generar una cómoda dependencia de la limosna en alguien que puede aportar productivamente a la sociedad.  En la antigua Esparta se tiraba por el barranco al niño que nacía con pocas habilidades físicas. Dos mil años después sabemos que esos niños que no tiramos al barranco tienen derecho a ser felices y pueden – y quieren – aportar a la sociedad con sus habilidades diferentes. Muchos de ellos, como los niños autistas, tienen talentos artísticos excepcionales. La discusión sobre qué reglas deben regir en las empresas y en las instituciones públicas para ayudarlos y cómo se asumirá el costo de dichas ayudas es vital, pero lo más importante es siempre recordar que lo que se busca es darle a cada cual lo que le corresponde y no tratar como igual lo que es diferente.
Y no, no está mal ser diferente y ser tratado como algo distinto. Ser original, único, irrepetible es algo respetable, digno y hasta bonito. Y lo justo es reconocerlo.