Hoy tuve la suerte de pasar el día rodeada de
héroes. Vienen disfrazados en forma de duendes o trolls o seres
físicamente poco agraciados, pero son hermosos por dentro y tienen
una enorme fortaleza interior que solo genera admiración si te detienes a mirarlos. Parece que
el mundo y la vida les dio la espalda, pero no es así. Se levantan,
sonríen, soportan trato injusto, son amables, escuchan al que se
queja de naderías sin sobresaltos... pero no desfallecen y todos los
que los rodeamos nos quedamos admirados, deseando tener ese espíritu
de superación.
Se trata de la unidad de mutilados. Llegan en mancha,
en grupos de a seis, rodando sobre sus sillas. La primera vez que los
vi quede en shock... casi ni los mire, sobrecogida por la pena que su
imagen me daba. Muchos ni siquiera tienen un familiar que les empuje
la silla – ni soñar que fueran automáticas – y tienen que
esperar que venga una auxiliar a moverlos a la camilla. Pero a ninguno de ellos le
falta la sonrisa y el empeño por salir adelante.
Cada uno tiene una dolencia diferente. Alguno es por
culpa de la diabetes o el sida o una infección que el médico se vio
obligado a amputarle toda o parte de una pierna. Otros fueron
víctimas de un accidente. Algunos no tienen las dos piernas o
incluso les falta un brazo. Y se podría creer que tienen razones de
sobra para ser objeto de lástima a sí mismos, pero no es así. Son
los menos quejosos del gimnasio, aun cuando son los mas lesionados,
pero no actúan con ningún complejo de inferioridad. En grupo se
sienten iguales y los técnicos los tratan como iguales, como si
fueran un grupo de señoras que acude a hacer steps para bajar de
peso y hay que exigirles esfuerzo si quieren resultados.
Hoy no pude dejar de observar lo maravillosos que son
aun cuando físicamente no cumplan con los parámetros de belleza
arábica comercial. Quizás en la calle algún insensible se burle de
sus limitaciones o los deje de lado o se aproveche de su debilidad al
momento de cruzar la pista, pero ni bien los ponen en la colchoneta
se convierten en toda una élite atlética que no tiene nada que
envidiar a un equipo que entrena para el mundial. Hay que ver como
repetían uno – dos – uno - dos – a coro mientras alzaban sus
nudillos o masajeaban el inicio de sus extremidades fantasma. Uno,
dos, tres... marcaba el ritmo uno del grupo mientras contaban las
vueltas de lo que sería una bicicleta en el aire. Y no se quejaban,
ni se lamentaban como las señoras lloronas del hombro inflamado, ni
pedían limosnas de cariño, ni mucho menos. Uno, dos, tres...
recitaba otro del grupo y todos ponían su máximo esfuerzo en mover,
alzar, rotar, tal como lo indicaba el técnico, que también estaba
tirado en la colchoneta haciendo el ejercicio y siguiendo el ritmo
que marcaba el paciente. Uno, dos, tres... luchan en cada segundo
porque saben que el resto de su cuerpo debe estar fuerte para suplir
ese vacío. Uno, dos, tres... adelante, siempre adelante, sin
desfallecer.
A la otra esquina, un muchachote de pelos castaños
largos y piernas completas da alaridos porque le duele la rodilla
cuando le ponen la corriente, como cierta niña engreída que conozco
y no voy a decir su nombre. A su costado una señora no deja de
quejarse de la vida mientras le aplican una compresa para calmar su
malestar y mandan traer al sicólogo del piso. Y cerca de la puerta
están los del dolor de espalda reclamando mejor atención, servicios
mas amables, menos demoras, etc., etc., etc.
Mientras tanto, en la caminadora un viejito sonríe orgulloso, feliz
de pies a cabeza. Converso con el un rato y me cuenta que hubo un
momento en que no pudo caminar, pero eso fue mucho tiempo atrás.
Lleva ya ocho operaciones y esta contento porque ahora se siente bien
de estar vivo. Hace cinco años le encontraron un cáncer y desde
entonces no ha parado de pelear.
Y no es el único. Un poco más temprano me encontré con otro luchador. Su esposa, una mujer regordeta dedicada al cuidado de niños especiales, me contó su historia. En el 2009 empezó con mareos, le molestaba la luz y se puso irritable. Lo internaron y le dieron de alta sin mayor análisis... seguro es el estrés, le decían. Luego de un año volvió a marearse y encontraron alteraciones en la presión, colesterol altísimo y corazón aletargado. Volvieron a echarle la culpa al estrés, la edad, el ajetreo, etc. Al año siguiente se desmayo, tenía dificultades para moverse y estaba muy mareado, aun cuando el colesterol ya estaba en su sitio. No le hicieron caso a los reclamos de la esposa pidiendo más análisis y se lo trajo a Lima a hacerle una resonancia al cerebro aunque le costara casi mil soles. Tenia nada menos que un tumor en el cerebro de cuatro centímetros y medio.
Al mes siguiente lo operaron y solo pudieron sacarle
el 40% porque más implicaba dañar funciones vitales. Para contrarrestarlo aplicaron 27
radioterapias. Ya no pueden hacerle ninguna más. ¿Y
el tumor? Ahora tiene 7cm, se convirtió en una pesadilla y no pueden
operarlo. Solo le queda luchar, vivir, avanzar. Los ojos de su mujer
se nublan porque sabe que no falta mucho para el final y porque si le
hubieran hecho la resonancia al primer mareo, otra seria
la historia y no estaría ahora con los días contados. Los ojos de el
no son tristes, son los de un guerrero que no parará hasta quemar el
último cartucho. Su sonrisa no es de resignación o amargura
reprimida, es del que pelea hasta el final por sacarle el máximo
provecho a la vida. Es imparable en la batalla...no se da por vencido. Y
sí, según su mujer, hace tiempo que dejó de ser un renegón.
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