sábado, febrero 10, 2007

Cuesta Arriba









Laura llegó con sueño por la culpa de quienes decidieron reinvertar la salsa cubana. Tras penosas infinitas horas de espera en el aeropuerto, muy interesantes exposicionesde trabajo y extravíos en calles desconocidas, fue sometida a la fatigosa tarea de observar a bailarines profesionales por tiempo indefinido. Acabado tremendo sufrimiento la pobrecita Laura tuvo que resignarse a perder su nombre, llorar a mares ante el excesivo costo de las llamadas internacionales y descubrir el encanto d la historia del pueblo mexicano sin la cámara fotográfica en mano.

A pesar de tantas tragedias – que en realidad fueron todos sucesos cómicos – decidió aceptar el reto de subir los cientos de escalones de la Pirámide del sol y de la luna (260 empinadísimos escalones de subida, 260 de bajada y otra vez 200 de subida y 200 de bajada una vez más).

Mientras tomaba té helado y merendaba almendras bañadas en chocolate se reencontró con la Indiana Jones que todos llevamos dentro y volvió a sentirse una vez más la chica scout que algún día fue.

Y subió.

Y subimos todos.

Y en su mente reinaban las palabras de Rudyard Kipling:“cuando ofrezca tu camino solo cuestas que subir (…) y precises sonreír aún teniendo que llorar

(…) descansar acaso debas, pero nunca desistir”.

Y ahí estaban los colegas dando ánimos, tendiendo la mano, poniendo el hombro, diciendo algún chiste, o simplemente esperando. Solidarios con los que se quedaban atrás para poder gozar todos juntos de un mágico momento.

Y no miento si les digo que valió la pena. No importa que el vendedor de artesanías los siguiera en todos sus pasos, ni que hubiera tanto sol, ni que hayan dormido apenas tres horas, ni que la siguieran llamando Laura, ni que el TLC no tenga cuando concretarse…



Esa fue una estupenda experiencia.



martes, febrero 06, 2007

Rumbos recurrentes


Cuando uno va y viene de un lado a otro – algo usual en este vivir apresurado del nuevo siglo en el que según decían se iba a acabar el mundo - encuentra muchas veces lo mismo. Sobre todo si no se sale de Latinoamérica.

Fui unos días a la tierra del cacao y me parecía que no había salido de casa. No sé sí les hará mucha gracia el comentario a los mexicanos, pero son muy parecidos a los peruanos. México es casi Lima. Y Lima es casi México. Bastante más chica Lima, claro está, pero similar en tráfico, desigualdades, ajíes y publicidades. Y bastante más barata, sobre todo si de hablar por teléfono hablamos. Pero esa es otra historia.

- El hombre es siempre el mismo - comente tras un suspiro a mis variopintos acompañantes, representantes de Sudamérica toda.

- ¿Y eso? - me dijo asombrado el colombiano, director de una revista, a quien las reflexiones existenciales no le parecían típicas de tan bulliciosa peruana.

- Somos todos sujetos deseosos de encontrarle un sentido a nuestra vida. Buscamos una razón para vivir. Y si la perdemos, la desesperanza puede ocasionar hasta el fin de toda una sociedad.

El diálogo se prolongó por varios minutos. Y las risas, bromas y repetición de anécdotas tuvieron que esperar un largo rato para resurgir. Sucede que veníamos regresando de Teotihuacán, la "Ciudad de los Dioses", y nuestro guía (un aplauso extra para él) nos estaba revelando su versión sobre la misteriosa desaparición de todo un pueblo.

Fue en el siglo II cuando esta civilización se ubicó en la zona. Con el paso del tiempo empezaron a construir casas, palacios y pirámides. Creían en el Dios Sol y en el Dios Agua. Ofrecían sacrificios humanos a los todopoderosos pidiendo la fertilidad de sus tierras. Oraban pidiendo no les faltara el agua. Pero en el siglo VI el tiempo les fue adverso. Las tierras se secaron. Llegó el hambre y la pobreza. ¿Tanto esfuerzo, rezo y sacrificio para nada? Sintieron que el Dios Sol y el Dios Agua los abandonaban. Sintieron que los sacerdotes, clase privilegiada, los había engañado. Sintieron que quien guiaba su camino estaba desorientado. Y en el siglo VII desesperaron.

Cuenta el guía - cuyo nombre me fue muy difícil de memorizar - que el pueblo se reveló. Fueron, quemaron a los sacerdotes, destruyeron los palacios VIP, gritaron su dolor y partieron. Los pocos sobrevivientes a tan desagradable hambruna y sequía, desesperados, partieron cada cual por su lado, buscando algún pueblo cercano en donde pasar la noche. Ya no tenían una fe que los mantuviera unidos.

Años después, cuando otros pueblos llegaron a Teotihuacán, lo encontraron vacío. Sin sangre derramada, sin agua esparcida y sin alma alguna habitando en ella. Y hoy, miles de turistas la contemplamos, recorremos y fotografiamos. Y nos alejamos sin prisa, quejándonos de la destrucción de la capa de ozono, preguntándonos cuando acabará el conflicto en el medio oriente y alarmándonos porque un joven suicida se subió a un puente para acabar con su vida.

Más tarde contemple México desde lo alto y la vista no era tan diferente. Gente que va y viene, corriendo, viviendo, sufriendo, soñando y despertando. Gente con y sin rumbo. Gente con y sin esperanza. Gente que, como los teotihuacanos o los mochicas, necesita tener una razón para vivir.